Puesto que hablamos de la virtud,
será conveniente examinar, visto lo que precede, si puede o no puede
adquirirse, o si, como pretendía Sócrates, no depende de nosotros el ser buenos
o malos. «Preguntad, decía él, a un hombre, sea el que sea, si quiere ser bueno
o malo, y viereis con seguridad que no hay ninguno que prefiera nunca ser
vicioso. Haced la misma prueba con el valor, con la cobardía y con todas las demás
virtudes, y tendréis siempre el mismo resultado.» Sócrates deducía de aquí, que
si hay hombres malos, lo son a pesar suyo, y por consiguiente que los hombres,
a su juicio, son virtuosos sin la menor intervención de ellos mismos. Este
sistema, diga lo que quiera Sócrates, no es verdadero. Pues de serlo, ¿para qué
el legislador prohíbe las malas acciones y ordena las buenas y virtuosas? ¿Por
qué impone penas al que comete acciones malas o no cumple con las buenas que le
prescribe? Bien insensato sería el legislador que dictara leyes sobre cosas
cuyo cumplimiento no depende de nuestra voluntad. Pero no hay nada de eso,
porque de los hombres depende ser buenos o malos, y lo prueban las alabanzas y
reprensiones de que son objeto las acciones humanas. La alabanza va dirigida a
la virtud y la reprensión al vicio; y es claro, que ni la una ni la otra
podrían aplicarse a actos involuntarios. Por consiguiente, bajo este punto de
vista depende de nosotros hacer el bien o hacer el mal.
Se ha intentado hacer una
especie de comparación para probar que el hombre no es libre. «¿Por qué, se
dice, cuando estamos enfermos o somos feos no se nos reprende?» Este es un
error; reprendemos vivamente a los que creemos que son causa de su enfermedad o
de su fealdad; porque creemos, que en esto mismo hay algo de voluntario. Pero
la voluntad y la libertad se aplican principalmente al vicio y a la virtud.
He aquí una prueba más
concluyente aún. En la naturaleza toda cosa es capaz de engendrar una sustancia
igual a ella misma; por ejemplo, los animales y los vegetales que vemos
reproducirse. Las cosas se reproducen en virtud de ciertos principios,
como la planta se produce mediante la semilla que en cierta manera es su
principio. Pero lo que nace de los principios y según ellos es absolutamente
semejante a los mismos. Esto puede verse con más claridad en la geometría.
Sentados en esta ciencia ciertos principios, las consecuencias que proceden de
ellos son absolutamente como los principios mismos. Por ejemplo, si los tres
ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos, y los de un cuadrado iguales
a cuatro rectos, desde el momento que las propiedades del triángulo varíen,
variarán también las del cuadrilátero; porque aquellas proposiciones son
recíprocas, y si el cuadrado no tuviese sus ángulos iguales a cuatro ángulos
rectos, tampoco el triángulo tendría los suyos iguales a dos rectos.
Esto tiene lugar
igualmente y con una perfecta semejanza respecto del hombre. El hombre también
puede engendrar sustancia, y en virtud de ciertos principios y de ciertos actos
que ejecuta puede producir las cosas que produce. ¿Ni cómo podría suceder de
otra manera? Ninguno de los seres inanimados puede obrar en el verdadero
sentido de esta palabra, así como entre los seres animados ninguno obra realmente,
excepto el hombre. Por consiguiente, el hombre produce actos de cierta especie.
Pero como los actos del hombre mudan sin cesar a nuestros ojos, y jamás hacemos
idénticamente las mismas cosas; y como por otra parte los actos producidos por
nosotros lo son en virtud de ciertos principios, es claro que tan pronto como
los actos mudan, los principios de estos actos mudan también, como lo hemos
hecho ver en la comparación tomada de la geometría. El principio de la acción,
buena o mala, es la determinación, es la voluntad y todo lo que en nosotros
obra según la razón. Pero la razón y la voluntad, que inspiran nuestros actos,
mudan también, puesto que nosotros hacemos que muden nuestros actos con plena
voluntad. Por consiguiente, el principio y la determinación mudan como mudan
aquellos; es decir, que este cambio es perfectamente voluntario. Por lo tanto,
y como conclusión final, sólo de nosotros depende el ser buenos o malos.
«Pero, se dirá quizá, puesto que de
mí sólo depende ser bueno, seré si quiero el mejor de los hombres.» No, eso no
es posible como se imagina. ¿Por qué? Porque semejante perfección no tiene
lugar ni aun para el cuerpo. Podrá cuidarse o acicalarse el cuerpo cuanto se
quiera, pero no por esto se conseguirá que sea el cuerpo más hermoso del mundo.
Porque no basta el cuidado más esmerado, puesto que se necesita además que
la naturaleza nos haya dotado de un cuerpo perfectamente bello y perfectamente
sano. Con el esmero el cuerpo aparecerá mejor, pero no por eso será el mejor
organizado entre todos los demás. Lo mismo sucede respecto al alma. Para ser el
más virtuoso de los hombres no basta quererlo, si la naturaleza no nos auxilia;
pero será mucho mejor, si hay esta noble resolución.
Aristóteles, La gran moral - Libro Primero, Capítulo X.