sábado, 9 de abril de 2011

Ensayos, de Michel de Montaigne


Los Ensayos de Michel Eyquem de Montaigne son la obra cumbre del pensamiento humanista francés del Siglo XVI.
Nacido en Burdeos el 28 de febrero de 1533 en el château de Montaigne en Saint-Michel-de-Montaigne, Dordogne, muerto el 13 de septiembre de 1592, fue un filósofo, escritor, humanista, moralista y político francés del Renacimiento, autor de los Ensayos, y creador del género literario conocido en la Edad moderna como ensayo.
Montaigne escribió con pluma festiva y franca, revolviendo un pensamiento con otro, «a salto de mata». Su texto está continuamente esmaltado de citas de clásicos grecolatinos, por lo cual se excusa haciendo notar la inutilidad de «volver a decir peor lo que otro ha dicho primero mejor». Obsesionado con evitar la pedantería, omite a veces la referencia al autor que inspira su pensamiento o que cita y que, de todas formas, es conocido en su época.
Considera que su fin es «describir al hombre, y en particular a mí mismo [...] y se encuentra tanta diferencia entre mí y yo mismo que entre yo y otro». Juzga que la variabilidad y la inconstancia son dos de sus características esenciales. «No he visto nunca tan gran monstruo o milagro como yo mismo». Se refiere a su pobretona memoria y su capacidad para ahondar lentamente en los asuntos rodeándolos en espiral para no implicarse emocionalmente, su disgusto ante los hombres que persiguen la celebridad y sus tentativas para desasirse de las cosas del mundo y prepararse para la muerte. Su célebre divisa, Que sais-je?, que puede traducirse por ¿Qué sé yo? o ¡Yo qué sé! refleja bien a las claras ese desapego y ese deseo de interiorizar en su rico mundo interior y es el punto de partida de todo su desarrollo filosófico.
Montaigne muestra su aversión por la violencia y por los conflictos fratricidas entre católicos y protestantes cuyo conflicto medieval se agudizó durante su época. Para Montaigne es preciso evitar la reducción de la complejidad en la oposición binaria y en la obligación de escoger bando, privilegiar el retraimiento escéptico como respuesta al fanatismo.
Mientras que algunos humanistas creían haber encontrado el Jardín del Edén, Montaigne lamentaba la conquista del Nuevo Mundo en razón de los sufrimientos que aportaba a los que por ella eran subyugados mediante la esclavitud. Hablaba así de «viles victorias». Se encontraba más horrorizado por la tortura que sus semejantes infligían a unos seres vivos que por el canibalismo de esos mismos amerindios a los que se llamaba salvajes.
Tan moderno como muchos de los hombres de su tiempo (Erasmo, Juan Luis Vives, Tomás Moro, Guillaume Budé...), Montaigne profesaba el relativismo cultural, reconociendo que las leyes, las morales y las religiones de diferentes culturas, —aunque a menudo diversas y alejadas en sus principios— tenían todas algún fundamento. «No cambiar caprichosamente una ley recibida» constituye uno de los capítulos más incisivos de los Ensayos. Por encima de todo, Montaigne es un gran seguidor y defensor del Humanismo. Si cree en Dios, rehúsa toda especulación sobre su naturaleza y, ya que el yo se manifiesta en sus contradicciones y variaciones, piensa que debe ser despojado de creencias y prejuicios que lo extravíen.
Sus escritos se caracterizan por un pesimismo y un escepticismo raros en la época renacentista.
Popone en materia educativa la entrada al saber por medio de ejemplos concretos y de experiencias antes que por conocimientos abstractos aceptados sin crítica alguna. Rehúsa, sin embargo, convertirse él mismo en un guía espiritual, en un maestro de pensamiento: no tiene una filosofía que defender por encima de las demás, considerando que la suya es únicamente una compañía en la búsqueda de identidad.
La libertad de pensamiento no se plantea como modelo, pues simplemente ofrece a los hombres la posibilidad de hacer emerger en ellos el poder de pensar y de asumir esta libertad: «La que enseña a los hombres a morir como se aprende a vivir».
Montaigne no pretende enseñar a vivir. Le basta con enseñar a estar vivo. La lectura de sus ensayos tiene la temperatura de una apacible charla al calor de la hoguera con un interlocutor cortés y cultivado, que hace pesar en la aparente ligereza de su estilo el acervo de toda una vida cargada de experiencia y reflexión.
¿Hay alguna excusa razonable para emprender su lectura 500 años después?
En principio dos: es una fuente inagotable de citas, sobre todo latinas, lo que permite enriquecer cualquier texto con la sabiduría ajena haciéndola pasar por propia; y la mayor parte de sus razonamientos -hecha abstracción de los ejemplos- mantienen su vigencia.
"Sea cual sea el momento en que vuestra vida termine, estará completa. La utilidad del vivir no está en su duración sino en su uso: alguno ha vivido largo tiempo y ha vivido poco: aplicaos a ella mientras podáis. De vuestra voluntad depende, y no del número de años, el vivir bastante".