Al animal le basta dejarse vivir y obedecer los impulsos de su naturaleza. Sus determinaciones son automáticas sin necesidad de deliberar sobre sus actos. El mismo estado de ignorancia se encuentra también en el niño no despierto aún a la conciencia que le permitirá discernir el bien y el mal. Con el discernimiento nace la responsabilidad y ésta nos impone ciertos deberes. Estos a su vez van tomando más y más incremento a medida que nuestra inteligencia se desarrolla: quien comprende más perfectamente viene obligado a conducirse de diferente manera que el bruto dotado sólo del instinto. Ahora bien: el iniciado pretende penetrar ciertos misterios que escapan al vulgo; su comprensión abarca mucho más y le es, por lo tanto necesario someterse a ciertas obligaciones menos indispensables para el común de los mortales. Para lograr la Iniciación debemos conocer estas obligaciones especiales y comprometernos por adelantado a conformarnos escrupulosamente a las mismas. En primer lugar se exige de todo candidato a la Iniciación la estricta observancia de la ley moral. Hay que entender por esto que el futuro iniciado debe observar una conducta irreprochable y gozar de la estima de sus conciudadanos. Por otra parte, la moral humana no tiene reglas absolutas y sufre variaciones, según el ambiente y por lo tanto, debe todo iniciado conformarse a los usos corrientes de la sociedad. Su deber primordial es vivir en buena armonía con sus conciudadanos y observar escrupulosamente las leyes que regulan la vida en común. El Iniciado no se las dará, pues, de superhombre desdeñoso de la moral ordinaria, ni se considerará eximido de ninguna de las obligaciones que pesan sobre el hombre sencillamente honrado; lejos de querer aligerarse de la carga normalmente impuesta a todos, se conforma, todo al contrario, en aumentarla en proporción de sus fuerzas tanto morales como intelectuales. La Iniciación no nos instruye de balde ni siquiera por el gusto de instruir. Ilumina a quien quiere trabajar, a fin de que el trabajo pueda llevarse a cabo. Empecemos por aceptar un trabajo, luego demos prueba de celo y de constancia en su cumplimiento y tendremos entonces derecho a la instrucción necesaria; pero nada recibirá quien no tenga derecho a ello. De nada sirven las trampas en esta materia, y quien no merece la instrucción no la recibe. Podrá sin duda alguna imaginarse haber aprendido, pero en este caso no será más que el miserable juguete del falso saber de los charlatanes del misterio. La iniciación verdadera no quiere deslumbrar a la gente con un brillo ficticio; es austera y nadie la puede lograr sin antes haberla buscado en la pureza de su corazón. Al candidato se le pregunta: ¿En dónde fuisteis preparado para ser recibido Francmasón? Y debe responder: en mi corazón. En efecto, debe uno estar bien resuelto al sacrificio anónimo y no desear otra recompensa que la satisfacción de colaborar en la Magna Obra. En verdad, no puede aspirar el hombre a más elevada satisfacción, ya que por su participación en la Magna Obra tiene conciencia de divinizarse. Desanimalizar la criatura consciente para hacerla divina, he aquí el resultado a que tiende la Iniciación y, por lo tanto, lo menos que se puede exigir del postulante es que observe en la vida irreprochable conducta y sepa permanecer honrado en el lugar, por modesto que sea, que ocupa entre sus conciudadanos. Deberá justificar sus medios de existencia, la lealtad de sus relaciones y no se admitirá que se burle del prójimo ni que trate a la ligera unas promesas hechas bajo el imperio de la pasión. Sufrir honradamente las consecuencias de sus actos sin esquivar cobardemente sus resultados es conquistar la simpatía de los Iniciados y merece su ayuda para sortear las dificultades.Una vez satisfechas las condiciones previas de moralidad, garantizadas por el buen renombre del candidato, su primera obligación formal concierne a la discreción: debe comprometerse a guardar silencio en presencia de los profanos, puesto que la Iniciación confía secretos que no deben ser divulgados. Se trata en primer lugar de un conjunto de tradiciones que no deben caer en el dominio público. Son, en su mayor parte, señas convencionales por medio de las cuales se reconocen entre sí los Iniciados. Resultaría deshonroso el divulgarlas, y todo hombre pundonoroso debe guardar los secretos que le han sido confiados. Además, el indiscreto resultaría culpable de impiedad, hasta el punto que los verdaderos misterios no le podrían ser revelados en manera alguna. En efecto, los pequeños misterios convencionales son sencillamente los símbolos de secretos muchos más profundos y debe el iniciado descubrirlos de conformidad con el programa de la Iniciación. Estamos ahora muy distantes de las palabras, actitudes, gestos o ritos más o menos complicados. Todo cuanto afecta nuestros sentidos no puede en modo alguno traducir el verdadero secreto y nadie la ha divulgado jamás, por ser de orden puramente espiritual. A fuerza de profundizar, el pensador concibe lo que no llegará a penetrar nadie sin observar cierta disciplina mental; esta disciplina es la de los Iniciados. Por medio de las alusiones simbólicas pueden comunicarse entre sí sus secretos, pero nada absolutamente podrá entender quien no esté preparado para comprenderlos; por otra parte, nada hay tan peligroso como la verdad mal comprendida, y de aquí la obligación de callar impuesta a los que saben. Enseñad progresivamente, de acuerdo con las reglas de la Iniciación, o de lo contrario callad. Sobre todo cuidad de no hacer alarde de vuestro saber. El Iniciado es siempre discreto: nunca pontifica, huye del dogmatismo y se esfuerza en todas las circunstancias y en todo lugar para encontrar una verdad que sabe en conciencia no poseer. Bien al contrario de las comunidades de creyentes, la Iniciación no impone artículo alguno de fe y se limita a colocar al hombre frente a lo comprobable, incitándolo a adivinar el enigma de las cosas. Su método se reduce a ayudar al espíritu humano en sus esfuerzos naturales y espontáneos de adivinación racional. Opina, además, que el individuo aislado se expone a un fracaso al aventurarse con temeridad en el dominio del misterio. Esta exploración es peligrosa, el camino está erizado de obstáculos, y a ambos lados abundan los abismos. Quien emprenda solo el viaje, corre el riesgo de detenerse muy pronto, pero hay que tener en cuenta que nadie quedará abandonado a sus propias fuerzas, si merece asistencia, por ser la mutua ayuda el primer deber de los Iniciados. Tened las creencias que mejor os parezcan, pero sentíos solidarios de vuestros semejantes. Tened la firme voluntad de ser útil, desarrollar vuestra propia energía para invertirla en bien de todos; sed completamente sinceros con vosotros mismos en vuestro deseo de sacrificio y entonces tendréis derechos a que los guías que aguardan en el umbral sagrado, vengan a dirigir a los legítimos impetrantes. Pero es necesario dejarse guiar con confianza y docilidad, fortalecido por esta sinceridad que impone el respeto y también lleva consigo responsabilidades de mucha gravedad. Se establece un verdadero pacto entre el candidato y sus iniciadores: si llena éste los previos requisitos, deben ellos dispensarle su protección y preservarle de los tropiezos que pudieran apartarle del camino de la luz. Tened bien en cuenta que los guías permanecen invisibles y se guardan de imponerse. Nuestra actitud interina puede atraerlos y acude a la llamada inconsciente del postulante deseoso de soportar las cargas que impone la Iniciación. Todo depende de nuestro valor, no en sufrir unas pruebas meramente simbólicas, sino para sacrificios sin reservas. No puede uno iniciarse leyendo, ni asimilándose unas doctrinas por sublimes que sean. La Iniciación es esencialmente operante; requiere gente de acción y rechaza los curiosos. Es preciso consagrarse a la Magna Obra y querer trabajar para ser aceptado como aprendiz en virtud de un contrato tan formal en realidad como si llevara estampada vuestra firma. Las obligaciones contraídas son el punto de partida de toda verdadera iniciación. Guardaos, por tanto, de llamar a la puerta del Templo, si no habéis tomado la decisión de ser de aquí en adelante un hombre diferente, dispuesto a aceptar deberes mayores y mas imperativos que los que se imponen a la mayoría de los mortales. Todo fuera ilusión y engaño al querer ser iniciado gratuitamente sin pagar de nuestra alma el privilegio de ser admitidos a entrar en fraternal unión con los constructores del gran edificio humanitario cuyo plano ha trazado el Gran Arquitecto del Universo.
M.: M.: Rigoberto Catalán Morales
M.: M.: Rigoberto Catalán Morales