viernes, 19 de noviembre de 2010

TRANSMITIR LA TRADICION


La Transmisión es una de las palabras fundamentales de la Masonería. Se nos presenta como un deber inexcusable, una de las finalidades específicas de la Orden. Como ocurre con la mayor frecuencia, le compete a cada masón (es algo intrínseco a nuestro método) descubrir qué es aquello que está obligado a transmitir, cómo debe transmitirlo y, sobre todo, a quién debe transmitirlo.
La Masonería, por sí misma, no transmite nada: forma hombres, iniciados en la vivencia de sus principios y son estos hombres quienes, a su vez, los transmitirán a otros hombres formando una cadena de iniciados que, ésta sí, asegura y garantiza la transmisión. La Masonería suscita y construye hombres que darán vida a los principios al vivenciarlos, y así lograrán transmitirlos. Sin la acción de tales hombres la Masonería sería letra muerta, una mera curiosidad intelectual. Es esta la Tradición que estamos obligados a transmitir como mensaje a todos los hombres de buena voluntad.
La cuestión no es, pues, la de saber qué se ha de transmitir, sino cómo podemos transmitirlo. Hoy, los masones dejamos a nuestros sucesores unos trazados e indicios muy concretos: escritos, rituales, procedimientos y lo que los operativos denominaban un “saber hacer”. Todo eso es muy útil e importante, pero no es suficiente; porque, a pesar de todas nuestras precauciones, ese “saber hacer”, ese método, se perderían o se desviarían si no alcanzamos a transmitir su razón de ser. El conjunto de nuestra Tradición no puede resumirse o traducirse a unos cuantos discursos, palabras o escritos. Ser masón es un estado del Ser, una manera de pensar y de vivir. El método adecuado para transmitir esta esencia es simple. De hecho, sólo hay uno: vivir. Vivir la Masonería en todo cuanto implica. Lo que da forma a eso que conocemos como “ejemplaridad”: Seremos creídos sólo si somos creíbles; seremos respetados sólo si somos respetables.
Esta forma de transmisión, la “ejemplaridad”, es la primera y más importante de todas. Sin ella, sin los comportamientos que implica, todo resulta una simple ilusión. Cualquiera que sean nuestros principios y teorías, no serán sino letra muerta si no los practicamos, si no los vivimos.
Cada masón está llamado a transmitir la Masonería viva. Y la transmitirá siendo él mismo Masonería, pues los masones no somos, ni individual ni colectivamente, más que transmisores, ejemplos vivos. Nuestros comportamientos son los responsables de la supervivencia de la Orden. Transmitir, si, pero… ¿trasmitir a quién? Si dijéramos que a todos los hombres, diríamos una profunda verdad. Sin embrago, tal respuesta ha de ser convenientemente modulada.
A los Hermanos masones, en primer lugar, además de los principios que constituyen lo que podríamos denominar “la gran idea”, hay que transmitirles el método, los usos y costumbres, los comportamientos, los procedimientos y el vocabulario de la Orden. Esta transmisión intenta explicar el sentido profundo y la razón de ser de nuestra manera de actuar y de comportarnos; y las razones que nos llevan a adoptarlas. En una palabra, debemos explicarles la Masonería, instruirlos en Masonería. Depende de nosotros que se conviertan en buenos masones, pues la naturaleza y la calidad de nuestros discursos son con la mayor frecuencia determinantes en la evolución de los demás. A ojos de los Hermanos, de todos los Hermanos, somos enseñantes; pero enseñantes que no enseñan lo esencial y que son conscientes de la imposibilidad de hacerlo. Ayudamos, señalamos el camino, rectificamos… pero cada uno ha de recorrer su propio camino.
En segundo lugar, en lo concerniente a los profanos, nuestro papel no es el mismo; no podemos, evidentemente, mostrar la Masonería de la misma manera. Por definición, los arcanos de la Orden, el detalle de sus procedimientos, debe permanecer en el secreto reservado sólo a los masones. Hemos jurado no revelarlos. El secreto es el fundamento mismo del método, del descubrimiento de sí mismo conforme se va progresando. Revelar este secreto abiertamente, sin ninguna precaución, supondría la negación misma de nuestro sistema. Como contrapartida, se puede decir algunas cosas, mostrar cuál es nuestro ideal, expresar nuestros principios, recordarlos o proclamarlos, dirigirnos a lo que hay de más elevado en cada persona.
Todo esto quiere decir, una vez más, que la transmisión no puede existir ni cumplirse si no es por medio de la ejemplaridad.
Cualquiera que sea la calidad o la elevación de nuestros discursos, si las palabras no están de acuerdo con los actos no servirán de nada. Logramos transmitir cuando somos precisamente aquello que queremos transmitir, “mostrándolo” antes que “diciéndolo”. Esta ejemplaridad debe ejercerse en todos los dominios. No se pueden mantener dos actitudes diferentes según se trate con masones o con profanos, pues no hay más que una actitud posible: ser conforme a los propios principios.
Se puede por tanto afirmar que es necesario transmitir y que de ello depende la supervivencia de la especie, la pervivencia del espíritu; que no podemos elegir, que estamos ante una necesidad vital. Al igual que transmitimos la vida biológica debemos transmitir la del espíritu, de manera que ambos, armoniosamente equilibrados, avancen a un mismo ritmo, que es la condición esencial para la realización del progreso de la humanidad.
Debemos transmitir nuestra Tradición, nuestra visión del hombre, de su papel y de su lugar en el mundo, debemos transmitir el espíritu. A la pregunta: “¿según qué método de transmisión?” sólo hay una posible respuesta: siendo ejemplares, encarnando los principios que queremos transmitir. Y debemos transmitir a todos los hombres sin ninguna restricción, por cuanto somos universales. Debemos transmitir un mensaje único en el espacio y en el tiempo. En el espacio, esto es, en toda la superficie de la tierra, y en el tiempo, es decir, a todas las generaciones futuras. Y en eso consiste nuestra misión.
R:.H:. Jean-François Pluviaud
R:.L:.S:. Génesis.Or:. Madrid, España