lunes, 15 de noviembre de 2010

Sentencia de Séneca


El doctísimo Séneca, nuestro gran filósofo de la antigüedad, siendo ya muy anciano fue motejado de que todavía iba al Liceo a dar y oír lecciones de filosofía, y hacíanle esta burla las gentes jóvenes, por lo común ociosas, y enemigas de las personas aplicadas, censurándole al buen viejo de que continuamente estaba trabajando, y nunca daba esparcimiento ni descanso al espíritu. Séneca, con la sentenciosa sabiduría a que acostumbraba hablar en todos sus discursos, respondió en estos términos:

«Ya van cinco días que voy a la clase, no obstante mis achaques, y mi senectud, y allí asisto ocho horas precisas a las lecciones del filósofo Metrovacto. Como sus discípulos son todavía muy muchachos, puede acaso que me motejéis de que me mezclo en la clase de los niños. Convengo en ello; ¿pero pensáis que yo no me tengo por muy dichoso, y honrado de que sólo tengáis este defecto que censurarle a mi vejez? ¿Qué es esto? se me ha de permitir, no obstante mis años, el ir al teatro a divertirme, en medio de ser ya en mí ajena, e impropia la diversión, y esto no ha de motejárseme; y me avergonzaré de que me reprendáis el ir a la escuela a escuchar a un sabio? ¡Injusta reprehensión! ¿Puede haber mayor insensatez y locura que la del hombre ignorante, que por que se halle viejo, y ha disipado su larga edad en el ocio, juzgue que ya no es tiempo de aprender, ni que ya le pude aprovechar la instrucción? Siempre le es tiempo de estudiar al que es ignorante, como a mí me sucede, que mientras más estudio, mas conozco que ignoro, y así debo instruirme filosóficamente en los deberes de la vida, en tanto que la vida me durare, por años que carguen sobre ella. ¿Quién no llora como Heráclito, o ríe como Demócrito la extravagancia de los hombres, y el precioso tiempo que disipan los más en vaciedades inútiles, tal vez perjudiciales a su corazón, o a su espíritu? Mi camino para ir a la escuela, o aula de Metronacto, es justamente las espaldas del coliseo, y por allí tengo que pasar con precisión. Yo le veo, y le oigo continuamente (por la bulla que dentro siento) lleno de una tropa de fanáticos, y ociosos, que sólo disputan, y contienden sobre la habilidad de éste, o aquel histrión; de esta, o la otra cantarina; como si éstas contiendas fueran el primer interés de la república. Por otra parte, la aula a que yo voy, y en donde se enseña al hombre la ciencia y la virtud, la hallo los más de los días yerma de gente: los bancos están desocupados, y en el teatro están llenos. Muchos más son los que entran a divertirse, que a ilustrarse; y el pequeño número de estos que pasan como yo por detrás, o delante del teatro a la escuela de Metronacto, son reputados de la multitud de los otros al verlos como insensatos, austeros y ridículos. Sea norabuena: tengamos el concepto que quieran darnos los ignorantes: suframos con tranquilidad la mala reputación en que nos tienen; y a veces padezcamos nuestro infortunio, si pende nuestra suerte de su voluntad. Fulminen contra mí sus sátiras los infelices, a quienes yo tengo más compasión de su ignorancia, que ellos pueden tenerla de mi indigencia. Siempre les escucharé con rostro firme, sin alterarme, sin descomponerme, siguiendo mi sistema, como ellos el suyo; porque las reprehensiones injustas de la ignorancia, no merecen más satisfacción que los prudentes desprecios de la paciencia.»