Hablemos de una virtud olvidada: la honestidad.
Casi todos los ciudadanos critican, de forma vehemente, lo que califican
como corrupción en el Gobierno y en diversas instituciones. Las imágenes
televisivas y los periódicos apuntan ciudadanos que defraudaron los cofres
públicos, de forma directa o indirecta.
Así, todos nosotros que leemos los periódicos, que miramos las imágenes
televisivas, que creemos que es muy bueno que ese o aquel personaje,
supuestamente deshonesto haya sido encarcelado, nos olvidamos de algo muy
importante: la honestidad es una virtud rara en nuestros días.
Ocurre que, de tal forma nos acostumbramos a defraudar, a dañar, que ya
no nos percatamos de lo que nosotros mismos hacemos.
Veamos algunos ejemplos. Actualmente ya no es raro que haya deshonestidad
en el matrimonio. Por ejemplo, una relación extra conyugal. Por el motivo que
sea, no hay disculpas.
Existe también la deshonestidad comercial, donde los comerciantes venden
mercancías de calidad inferior como si fuesen de mejor calidad. Y aun negocian
con la famosa rebaja especial para el cliente. Pero ellos saben que están
engañando al comprador. Nada en contra del lucro en la actividad comercial. Sin
embargo, todo en contra la explotación de cualquiera que compre de buena fe.
Y, ¿qué decir de la deshonestidad profesional? ¿Cuántos médicos,
abogados, y hasta profesores dejan de actuar con honestidad en su profesión? Cuando
el médico asiste a un paciente sin importarle éste, más preocupado en liberarse
de una tarea que cree mal pagada; cuando el abogado pierde plazos legales,
dejando de providenciar lo que debía y con eso perjudica a su cliente en la
conclusión de la causa; cuando el abogado alarga determinadas acciones más allá
de lo necesario, cobrando con regularidad sus honorarios mensuales; cuando el
profesor no elabora las clases y engaña a los alumnos, padres y administración
de la escuela, colegio o universidad, todo ello es deshonestidad. Cuando utilizamos
el tiempo que nos paga la empresa pública o privada, para atender a nuestros
asuntos particulares, telefoneando o conversando, somos deshonestos.
Cuando, todavía faltando 20 o 30 minutos para el término de la jornada,
nos preparamos anteladamente y nos quedamos esperando la hora de salir,
estamos defraudando a quien nos paga.
Pensemos: hoy son 20 o 30 minutos, pero, sumados a lo largo de 30 o 35
años de trabajo, ¿cuántos años habremos hurtado a nuestro empleador?
Y todo eso lo hacemos de manera sencilla y común todos los días. Como si
fuera normal. Será que ya nos hemos acostumbrado?
Estamos justificando nuestro comportamiento deshonesto, con la disculpa de que somos mal
pagados, no reconocidos o porque "todo el mundo lo hace".
Pensemos en eso: analicemos nuestra manera de actuar en el mundo.
Analicemos cuán incorrectos estamos siendo, podemos llegar a ser deshonestos
en el hogar, en la escuela, en la calle, en el trabajo, en la sociedad como un
todo.
Corrijamos el paso mientras estamos a tiempo. Si los demás lo hacen, el
problema es de ellos. No es nuestro. Seamos de los que hacen la diferencia. No
hay que temer a aquellos que nos dicen que somos tontos. Tonto es el que piensa
que está engañando a la propia consciencia, donde está escrita la Ley de Dios.
Reformulemos nuestras acciones y, reconozcamos nuestra debilidad, a partir de ahora, hagamos un pacto solemne e
irrestricto con la honestidad.