Durante siglos, en la Edad Media cristiana, los edificios se erigieron
con materiales bastos y efímeros, como el adobe o la madera. Eran
construcciones por lo general de poca altura, de proporciones modestas, oscuras
y poco resistentes. Quedaban muy lejos los tiempos del Imperio Romano, con sus
expertos ingenieros capaces de levantar espléndidos edificios en piedra:
murallas, anfiteatros, templos, termas, acueductos, puentes... No fue hasta el
siglo XI cuando la contemplación de esos modelos de la Antigüedad inspiró una
arquitectura que volvía a basarse en la piedra y que imitaba las soluciones
arquitectónicas del ilustre pasado romano como el arco de medio punto, la
bóveda de cañón y la de aristas. Así pudieron construirse edificios «al estilo
romano» –de ahí el término de arte románico– como no se habían vuelto a erigir
desde hacía siglos: castillos, puentes y palacios, iglesias y ermitas, y, sobre
todo, catedrales. Décadas más tarde, el gótico dio un nuevo impulso a la
arquitectura en piedra. Un nuevo tipo de arco, el ojival, permitió cubrir de
vidrieras casi por completo las paredes, que ahora ya no sostenían la cubierta,
cuyo peso descansaba en pilares y gruesos contrafuertes. Se inauguró, así, la
edad de oro de las catedrales, máxima expresión del esplendor de la cultura
medieval, y también de aquellos que construyeron estos edificios a lo largo y
ancho de toda la Cristiandad: los arquitectos y los canteros, llamados en
francés maçons, masones.
La construcción de estos edificios de piedra suponía una empresa
colectiva muy compleja y costosa, y un alto grado de especialización técnica y
división del trabajo. Al frente se hallaba un personaje clave: el arquitecto,
denominado por lo general «maestro de obras», aunque en alguna ocasión también
es citado como arquitecto. Era un oficio muy selecto, al que se llegaba al
término de un ascenso en la jerarquía de los gremios, tras superar un duro
examen en el que otros maestros juzgaban a los que pretendían alcanzar ese
nivel.
El maestro, el artífice del templo
En la época del románico, los maestros de obras ya estaban muy bien
considerados y gozaban de gran prestigio social, aunque San Benito, en el
capítulo 57 de su regla monástica, había indicado que quienes trabajasen en las
obras del monasterio deberían hacerlo con total humildad. Esa reputación se
reforzó en la época del gótico, en la que los arquitectos aparecían como
quienes podían construir en la tierra la verdadera obra de Dios: la catedral
gótica.
Ser maestro de obras requería poseer amplios conocimientos técnicos. Por
un lado, el arquitecto elaboraba el plan del edificio, que presentaba al
promotor de la obra, fuera éste un noble, un rey o un eclesiástico. En este
último caso, la financiación se obtenía por las rentas que recaudaba la llamada
«fábrica», institución integrada por el obispo y el cabildo de canónigos de la
catedral, encargada de aprobar los proyectos presentados por el maestro.
Pero la tarea del maestro de obras no se limitaba a hacer los planos.
Como un auténtico empresario, contrataba a los operarios que intervendrían en
los trabajos, con los que constituiría un taller que se mantendría mientras
durase la obra. La contratación se hacía a menudo en función de la oferta y la
demanda. Por ejemplo, en el siglo XIV un maestro de obras de París llamado
Raymon asumió el encargo del obispo de Beauvais de construir un colegio para su
diócesis en la capital. Raymon «redactó un informe sobre la forma, los
materiales y la profundidad del edificio, y lo mandó copiar a su secretario y
lo expuso en la plaza del Concejo para que la obra y el presupuesto fueran
conocidos por todos los obreros solventes y competentes que quisieran
participar en la obra y llevarla a buen término al precio más bajo». Así fueron
seleccionados Jean le Soudoier y Michel Salmon, «maçons y talladores de
piedra», por el plazo acordado, pero advirtiendo de que si pasado éste surgía
una oferta más económica se cambiaría el equipo.
El maestro de obras debía ser experto en la organización del trabajo,
pues a menudo tenía que dirigir equipos de trabajadores muy amplios. En la
construcción de una catedral participaban unas trescientas personas de diversos
oficios y se sabe de casos en que los obreros superaron el millar. El trabajo
tenía que estar bien coordinado y dirigido para evitar que se retrasaran o
interrumpieran las obras. Asimismo, el maestro de obras debía tener
conocimientos muy variados para dirigir y, en su caso, corregir, a carpinteros,
escultores, vidrieros, pintores, incluso herreros e ingenieros. Y también debía
saber de economía para evitar el colapso de los trabajos por una mala
planificación.
Los artistas de la piedra
Los obreros empleados en cada obra eran de diversos tipos y tenían
diferentes niveles de cualificación. Los porteadores eran a menudo jornaleros o
trabajaban a destajo, y se les contrataba en el lugar. Los amasadores de
mortero, en cambio, recibían una paga más elevada. En lo más alto del escalafón
estaban los maçons, maestros y albañiles, encargados de dar forma a la piedra,
desbastarla y poner cada sillar en su sitio. Hay documentos que muestran las
diferencias de salarios entre los trabajadores. A finales del siglo XIII, en
Autun, los simples manobras cobraban siete dineros; los fabricantes de mortero,
entre 10 y 11, y los maçons y talladores de piedra cobraban de 20 a 22 dineros.
Durante el románico los maçons estaban asociados con instrumentos de
precisión, como escuadras, cartabones, cuerdas anudadas y plomadas, que sólo
ellos sabían usar y con los que tallaban sillares bien escuadrados para muros y
bóvedas. Además, los canteros podían ser auténticos escultores; tallaban
figuras humanas y de animales, formas vegetales y geométricas para decorar
portadas, ventanas, fachadas, capiteles y ménsulas. En la construcción de la
catedral de Santiago de Compostela, a principios del siglo XII, trabajaban unos
cincuenta canteros, bajo la dirección del maestro Bernardo el Viejo y de su
ayudante Roberto; las obras fueron rematadas medio siglo más tarde, en 1183,
por el maestro Mateo, autor del famoso pórtico de la Gloria.
El masón era un trabajador libre o franco: de ahí el término francés
francmaçon o, en inglés, freemason. El oficio se acabó de perfilar coincidiendo
con el apogeo de la arquitectura gótica, a lo largo de los siglos XII y sobre
todo en el siglo XIII. Su carrera profesional comenzaba como aprendiz, a los 13
o 14 años. Se le encomendaban los trabajos más sencillos, bajo la supervisión
de expertos. Tras unos cinco años, y siempre que demostrara buenas maneras en
su oficio, se convertía en oficial, título que otorgaba el maestro. En ese
momento, a los 19 o 20 años, ya podía realizar trabajos especializados, bien
como cantero o bien como escultor, si tenía la habilidad requerida. Su
prestigio se reflejaba en el hábito de firmar sus sillares con signos específicos,
las marcas de cantero, cuyo significado sigue debatiéndose entre los
historiadores.
Una catedral gótica era la suma total de cada una de las especialidades
necesarias en el arte de la construcción, pero de todas ellas la de los masones
era la principal. Era un masón quien colocaba la primera piedra del edificio,
la angular o de fundación, normalmente en la base de la cabecera de la
catedral, y también era un masón quien culminaba la obra con la colocación de
la última piedra, la angular o clave de bóveda. Era, así, el ejecutor del
principio y del fin, el alfa y el omega de la catedral.
En cierto modo, su trabajo en la tierra era equiparable al de Dios en el
cielo. Dios era el sumo arquitecto, el constructor del universo y su forma, y
el maestro masón era su homólogo mortal. No en vano una catedral gótica se
consideraba la representación de la obra de Dios en la tierra. Un maestro
constructor era una especie de mago, un alquimista capaz de emplear materiales
cotidianos , simples y sencillos para construir a partir de ellos una obra celestial y
extraordinaria.
José
Luis Corral. Universidad de Zaragoza
National Geographic
Historia NG N° 102